1. En las gradas del Frank Romero Day, muy cerca de mí, hay un hombre ciego. Es conmovedor su afán por estar ahí, en el Acto Central de la Fiesta de la Vendimia. Colores, cuerpos de baile, banderas al viento, estallidos sobre el negro cielo de los cerros: todo parece allí forjado para los ojos que él no puede usar.
No consigo dejar de preguntarme, con él tan cerca, qué fiesta misteriosa comenzará a construirse en su interior cuando estallen los primeros acordes y Postales de un oasis que late –el espectáculo preparado para este año– despliegue todo lo que para él será otro de los retazos negros de su ceguera.
Trato de volver mi atención sobre el escenario, pero es difícil no sentirse perturbado por lo absurdo de la situación. Alguien a su lado, me digo, se compadecerá de él e intentará describirle al oído lo que está pasando. ¿Pero qué tal si equivoca una palabra? ¿Qué sucede si no acierta con un adjetivo o descuida algún detalle?
Por suerte el espectáculo comienza y puedo ocuparme de verlo, hacer mi trabajo de valorarlo y, quizá, dejar de lado las especulaciones.
2. No hace falta que la fiesta avance demasiado y descubro algo asombroso. Siento que el hombre ciego no se está perdiendo de mucho. Es triste saber que no gozará de una hermosa escenografía que ha cubierto todas las paredes del escenario con madera. También va a perderse un juego de telas que los bailarines despliegan hasta armar una urdimbre de colores. No va a ver una gigantesca procesión ante la Virgen de la Carrodilla (en la que los espectadores se convierten en parte de la puesta al encender sus velas). Y no va a admirar el simulacro del mapping en 3D, que convierte el centro del escenario en un lago, un cielo nocturno o un cauce de agua.
3. Pero de a poco voy entendiendo que, fuera de momentos puntuales, lo que vaya pasando sobre el escenario no será algo que los ojos lamenten mucho haberse perdido. Y esto que digo se relaciona con la escasa fuerza visual que ofrece la puesta en escena de Sonja Sejanovich, quien ha debido asumir el duro desafío de reemplazar a Marcelo Rosas, el director que murió antes de ver realizado su sueño de dirigir esta fiesta.
4. «Fuerza visual, eso es lo que falta», me repito. Tengo suerte: he visto muchas fiestas. La mayoría, a decir verdad, peores que esta. Pero es cierto, en Postales de un oasis que late, el corazón de su latido no puede estar en cuadros tan uniformes, en los que se insiste una y otra vez en llenar la escena con sucesivos cuerpos de bailarines, como si tan sólo de eso se tratase. No ha de estar bombeando su sangre este verdadero organismo en movimiento que ha de ser el espectáculo si es que debe depender de bailarines que fallan tanto en la coordinación de sus coreografías. Tampoco ha de estar el latido en las coreografías mismas. Las postales, lo siento muy claramente, están hablando otro idioma, y ese idioma no es el de la mirada.
5. Me convenzo, entonces de que los ojos sobran. Ese hombre ciego, allí, en las gradas, está sorbiendo con su sentido más atento lo mejor del espectáculo: está gozándola con los oídos. Está oyendo los textos hermosos que la escritora Liliana Bodoc escribió para esta fiesta. Y está oyendo la música, interpretada en vivo con perfección (bajo la batuta de Pepe Sánchez), sobre todo cuando suenan partituras originales.
Es cierto: en cuanto a lo musical, hay buenas canciones compuestas por Darío Ghisaura pero no hay arreglos deslumbrantes cuando se trata de partituras preexistentes. Y hay también malas elecciones. Por ejemplo, el cuadro del riego, en el que suenan temas del pop naïf argentino de los ’70. Sí: como dice una de las canciones, ese cuadro es «un caso perdido». Pero, por contrapartida, la orquesta ofrece momentos sublimes, como cuando suena Remolinos o la nueva Racimo de amor, y suenan, además, algunas de las mejores voces de Mendoza (con Javier Rodríguez y Analía Elena en los puntos más altos).
6. Pero regreso y me detengo en los textos. Los oigo como quien degusta un vino para identificar la paleta de sabores, ayudado por la voz de la propia autora en los altoparlantes. Y concluyo que las palabras de Liliana Bodoc no tienen sólo la belleza poética como virtud. La autora de la Saga de los Confines se anima a ofrecer con sus palabras ideas y posiciones que dinamitan, con una explosión de belleza, algunos de los tópicos más mohosos del canon vendimial.
Su trabajo es sutil, pero poderoso. En la Obertura, por ejemplo, la mirada crítica de Bodoc se posa sobre una institución tan cara como la reina vendimial: «¿Qué reinado es más fuerte que el del trabajo? / ¿Qué palacio es más sublime que las montañas? / ¿Qué trono es más honesto que una silla hogareña bajo las parras?». En el temprano ingreso a escena de la Virgen de la Carrodilla, sucede algo similar: «Los que amasan y ven crecer las vides / construyen y cosechan, / remiendan y madrugan / sin esperar milagros». En eso consiste un buen guion: en decirlo todo, y en decirlo bien.
7. Textos, música, sonido: allí están latiendo las postales, qué paradoja. Postales de un oasis que late me regala algunos buenos momentos como puesta integral (el comienzo de la escena dedicada a la noche, el momento de la zamba en los «Festivales de verano», el agua «que no se está quieta por no morirse»). Pero siento que, en general, hay una disociación, y que la riqueza musical y textual no tiene una puesta en escena que esté a su altura.
8. Finalizada la fiesta, aparco en el terreno de las hipótesis. Y entonces, me pregunto cuántas veces podremos atestiguar un caso como este en el Acto. El de sentir la necesidad –personal, antojadiza– de tomar una vez más los textos de Liliana Bodoc y dejar que otro creador escénico trabaje con ellos o que la misma directora lo intente de nuevo, a partir de cero. Quizá pueda lograrse así una fiesta en la que no haya sentidos accesorios, en la que los ojos, al fin, no parezcan estar de más.