Contenido dentro de un lavarropas de tambor vertical -que fue “corralito”, pero también platea preferencial- Gonzalo, que era un bebé de poco más de un año, podía observar desde lo alto lo que las mujeres de la casa preparaban en la mesada de la cocina. Ese niño curioso, entrometido, insistente y con una memoria prodigiosa, de adulto soñó repetidamente con un árbol. Hasta que un día lo encontró hecho materia. A su sombra deleitó a turistas de los más diversos rincones del planeta con aquellas recetas que lo enamoraron de la gastronomía desde el primer momento. El tomaticán fue la estrella, y fue el plato elegido, años después, para continuar con su pasión: cocinar para los demás, resaltando nuestras tradiciones gastronómicas.
“El tomaticán es un guiso originario de Cuyo y se compone de ingredientes que los indígenas autóctonos tenían: cebolla, pimiento, tomate y huevo. Después, los colonos incluyeron en la preparación la albahaca y el aceite de oliva. Era una de las comidas preferidas de San Martín, junto con el charquicán”, describe Gonzalo Ortega (42), creador del restaurante al que decidió bautizar precisamente con el nombre de este plato tan querido y con tanta historia: “Tomaticán”.
Ubicado en avenida San Martín 1721, de Godoy Cruz, este lugar, aunque abrió sus puertas hace solo seis meses, ya se ha convertido en un clásico para muchos. Porque propone “disfrutar de la mejor comida casera preparada con la misma dedicación de nuestras madres y abuelas, para consumir en el local o para llevar” es que muchos lo eligen, sobre todo familias enteras y parejas jóvenes.
Atraídos por los comentarios positivos que nos llegaron “de boca en boca”, fuimos hasta el local y charlamos con Gonzalo, quien nos recibió junto con su socio, Darío Bolatti.
Contanos acerca de tu formación como cocinero.
La primera etapa de mi educación en la cocina fue en casa. Mamá educó muuuy bien mi paladar, se comía muy rico en casa. Una mamá tana con influencia en su cocina de su primer marido que fue un marine francés. Su segunda pareja fue papá, un criollo de familia patricia de Mendoza.
Entre las señoras que estaban en la casa en aquel momento, había una que era del norte, de Jujuy, que se sumó a trabajar en la cocina, le enseñó a mamá a preparar las comidas norteñas. Entonces había una mixtura de cocina francesa-italiana y del norte de la Argentina. Maravilloso.
Y vos te metías en la cocina…
Ocho hermanos somos, ella nos sacaba carpiendo de la cocina… imaginate. Pero yo vivía prendido de la falda de mi mamá mientras cocinaban, hay fotos que lo atestiguan, habré tenido poco más de un año. Un día entró un tío mío a la cocina, me agarró y me dijo: “Basta”. Y me metió adentro de un lavarropas de tambor vertical. Yo, chocho de la vida. No solo que me metió ahí adentro, sino que me dio de comer adentro del lavarropas, como si este fuera una sillita alta.
A partir de ahí, a la hora de comer, yo quería estar adentro de Cocó -así le decía al lavarropas, por el ruido del tambor-. Porque desde ahí participaba, yo quería ver qué es lo que ellas hacían ahí arriba de la mesada.
O sea que antes de entrar a estudiar gastronomía, ya sabías cocinar.
Sí, pero para mí y para los míos. Trabajé 11 años para industrias discográficas -desarrollo de productos, promoción, venta y difusión-. Luego de eso, a los 32 años, me tomé un año sabático y me puse a estudiar cocina. No lo pensé como profesión, sino como algo sobre todo terapéutico. Pero luego del primer año de facultad ya estaba cocinando con los profes.
Cuando me recibí, lo primero fue un catering propio, éramos dos compañeros de la facultad y yo. Tuvimos la posibilidad de trabajar para el consulado de Portugal, el de Perú, y en importantes eventos.
Después surgió el proyecto de abrir un restaurante en bodega Cecchin, en Maipú. Yo soñé durante algunos años con un árbol, un nogal. Un día fui a una reunión con el dueño de la bodega para armar una cooking class para un grupo de extranjeros. Y ahí encontré al árbol de mis sueños. “Hablemos de la clase de cocina”, le dije, “pero ahí, debajo de ese árbol, va a haber un restaurante”.
Nos asociamos Alberto -el dueño de la bodega-, Josep Catalán y yo. El lugar tenía huerta orgánica, vinos orgánicos, y toda la promoción fue de boca en boca. De un verano al otro la gente ya nos conocía. El 90% de nuestra clientela era extranjera. Nos encontramos con recomendaciones muy locas de unos viajeros a otros. Y así caían. Fueron casi 4 años.
Después hice trabajos externos como asesoramientos, armado de cartas, recambios de cocina (en el equipo de trabajo), etc.
¿Cómo surge Tomaticán?
El tomaticán fue el plato más requerido y más querido en el restaurante de bodega Cecchin. Allí teníamos otros platos tradicionales de la gastronomía de Mendoza, como chanfaina, carne a la olla, etc.
El turista que iba, ya había viajado y comido de todo. Y nos decían que después de haber probado tanta carne en todos lados (en Argentina), con el tomaticán -y en el Norte con la humita-, sentían realmente identidad argentina, eran sabores que verdaderamente les iban a hacer recordar un lugar. Lo probaban, me preguntaban: “¿Qué es esto?”. Y muchos extranjeros se llevaron la receta. Después me mandaban las fotos: “Aquí estamos, comiendo en el brunch tomaticán”.
¿Cómo funciona el restaurante?
Está abierto al mediodía y a la noche, de lunes a sábados. Y la carta cambia todos los días: son 5 platos, entre ellos uno o dos clásicos. Ninguna semana se parece a otra.
La variedad de comidas está expuesta. Hay un buffet froid y variedad de tartas que tenemos arriba del mesón. Lo mismo que los panes y grisines caseros. El tomaticán, por supuesto, está siempre. Sale en un caldero de hierro. Además de lo que está a la vista, hay platos que se sacan directamente de la cocina, del fuego, como las carnes y los pescados.
El sistema es autoservicio, pero asistido. A la gastronomía, como a los vinos, los han elevado a tal nivel, que los han alejado de la gente. La comida es alimentarse, y alimentarse es vivir. Y uno tiene que acercarse a la comida, porque es sustento, es energía. Así que la idea es acercar el alimento a la gente, que puedan armar junto conmigo su plato, participar. Todo arranca siendo un buen anfitrión.
Muchas veces improvisamos juntos. Primero los conozco, charlamos un poco, yo hago una especie de entrevista oculta. “Qué te gustaría comer?”, “Yo hoy me comería un pescadito…”. Y me voy a la cocina y los sorprendo. La segunda vez que alguien viene, ya sé qué es lo que toma y qué es lo que le gusta.
¿Qué tipo de comidas son?
Caseras 100%. Tenemos una matriz que radica en la cocina tradicional mendocina, en donde tenemos influencias de nuestros pueblos originarios, de todas las zonas (hacemos carne a la masa, chivito, lechón). También tenemos cocina del inmigrante: italiana, española, árabe. Y también algunos platos más exóticos, como pollo a la Kiev (Rusia), musaca (Grecia) o los árabes keppe y falafel. De postre tenemos compotas de frutas de estación que servimos en frascos, “caballero pobre” o torrejas, flan casero y hasta cheesecake.
Por nuestro recetario han pasado más de 100 platos, de los cuales se han quedado los más pedidos por la gente. Normalmente un restaurante sabe luego de un año cuáles son esos platos. Nosotros lo supimos en 3 meses.
¿Qué tipo de público elige Tomaticán?
Es muy familiar. También vienen parejas de chicos recién casados ¡a los que les cuesta alejarse de la comida de su casa! Aquí encuentran la cocina de mamá. Pueden venir y llevarse el almuerzo o la cena, o comer acá.
¿A qué creés que se debe el éxito de Tomaticán, en tan poco tiempo?
A que la gente encontró un rincón con la cocina de mamá, que estaba en falta en la gastronomía mendocina. Quienes nos dedicamos a esto nos hemos dado cuenta de que había que volver a las raíces. Yo lo descubrí hace tres años en la bodega, donde teníamos la huerta orgánica. Mi cocina y yo dependíamos de lo que la huerta nos daba. A la huerta no le podía pedir un tomate criollo en julio…
El equipo que yo tenía allí, me llevó a un grupo de productores y cocineros del movimiento slow food, que salvaguarda las tradiciones gastronómicas regionales, sus productos y métodos de cultivo. La idea es recurrir a los productores de tu zona.
La atención personalizada, el hablar con los clientes, ¿influyen en el éxito?
Muchísimo. Me di cuenta de que no se podía estar solamente en la cocina. De hecho, en breve haré que la cocina sea “in out” con el salón.
Cuando aparece quien estuvo en la cocina, el creador del plato, la gente lo valora un montón. Es tan personalizado, que, como te decía, sé los gustos de una familia completa.
¿Qué hacés cuando no te ocupás del restaurante?
Voy a la montaña, me conecto con la naturaleza, me gusta ir a bailar, me encanta la música electrónica, me gusta el arte, de donde sea que venga.
¿Escuchás música mientras cocinás? ¿Qué escuchás?
¡Por supuesto! Depende como esté de ánimo. Escucho desde Zero 7, Björk, Coldplay… hasta El sapo Pepe.
¿Cuál es el colmo de un cocinero?
Que te inviten a comer y que cocine otro. Nadie lo hace, ¡porque sos cocinero! Cuando te invitan, pretenden que vos cocines. Les da vergüenza hacerte de comer.
¿Qué acompaña a un buen tomaticán, bebida y música incluidas?
Lo comería acompañando a un buen ojo de bife, al punto que me gusta a mí, bleu -sellada, muy roja-, y unas papas bravas. ¿Bebida? Haría honor al Gato Dumas, que era un defensor del vino con soda. Así que sería vino con soda, de un sifón Drago. Y escucharía una canción de Juanita Vera. Porque me hace acordar a mi infancia y a mi origen.
¿Te imaginás la escena de una película que tenga lugar acá? ¿Cuál sería?
Perdidos en Tokio. Scarlett Johansson y Bill Murray se encuentran acá, escuchan una canción de Air y toman vino de verano.
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