Los contrastes comienzan pronto. Allí, en medio de un trazado urbano muy del siglo XX (barrios privados, rotondas, sembradíos nada librados al flujo propio del verdor natural), la Casona 1891 de El Torreón, en Luzuriaga (Maipú), se impone ante la mirada con su origen antiguo, que en este caso equivale a decir eterno. Rescatada por la empresa Salvago, la que fuera concebida como la Bodega Tupungato hoy ha cambiado la sangre que corre por sus venas conceptuales. Ya no más, vino; ahora: arte.
Es en ese lugar, bajo esos techos a los que se llega luego de atravesar un portón misterioso, un parque y una fuente, donde los contrastes continúan, como en una galería de espejos, con la muestra de Andrea Lemme, Eleonora Guiñazú y Ari Doctors Diseños.
La exposición, que se inauguró el viernes, podrá también visitarse este sábado durante todo el día.
En el pasillo de ingreso a la casona, reciben al visitante una cómoda diseñada por Ari Doctors y dos pinturas de gran formato de Eleonora. La contraposición entre la frialdad deliberada del mueble con el estallido de colores abstractos de la pintura comienzan a ejercer un extraño efecto, que continúa apenas uno ingresa, a la derecha, a la primera de las salas. Esta, dominada por las pinturas de Andrea Lemme, juega también con la atemporalidad. Junto a unos cajones sobre un pie en tijera de Ari Doctos, de color negro y que (como otros) recuerda a gabinetes de oficina, un lienzo de Andrea provoca una sorpresa, o una tensión: ¿qué guardaría ese mueble preciso y geométrico de alguien capaz de expresarse con ese trazo intuitivo y expresivo, en el que dominan los colores terrosos? En toda la sala se replica el contraste, y así la mesa ratona compuesta (dos mesas redondas unidas) o la cava cuadriculada, dialogan en distintos idiomas, dejándonos como mensaje que los objetos y los cuerpos vivos coexisten casi en simbiosis en tiempos como el nuestro.
Al salir de sala y pasar a las otras (en las que domina la frondosa producción de Eleonora), el murmullo de se diálogo persiste. Los sillones metálicos, los recortes geométricos, acompañan como en paralelo a las pinturas, que tienden (al revés de las de Lemme) al trazo etéreo, aunque la abstracción las una. También, acentúan el ya común contraste, ese que se impone: la artista sí introduce colores que rompen la textura cromática, con resultados impares.
Lo más destacado de toda la muestra, al fin, está casi al salir hacia el patio de la Casona 1891. Allí, sobre el suelo alisado, un tríptico monocromático de Andrea Lemme se alza, quizá (con otro lienzo más pequeño de la primera sala), como lo más logrado en lo expresivo y compositivo. Siempre con una pincelada pegada a la tela, ese conjunto que parece un grito en blanco y negro, alcanza algo más: que los contrastes se enuncien pero se diluyan, que el tiempo conjugado que nos ha acompañado en ese sitio añejo, entre esas obras novísimas, se toque con el punto de suspenso. Ilusiones propias del arte, para decirlo con pocas palabras, en un instante.
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