El contraste ha sido un recurso esencial para el arte plástico de todos los tiempos. Sobre la piedra de una cueva en Altamira, de roca pálida e informe, un artista anónimo supo pintar bueyes y bisontes: el rojo fuerte del cuerpo, así, resaltaba sobre el marrón claro de la pared. En un trozo de mármol impasible, Miguel Ángel extrajo el cuerpo en tensión y a punto de moverse de David. Tras las mismas pistas, el artista mendocino Alejandro Herrera Guiñazú lleva los contrastes al límite para sus esculturas, pero también para las fuentes de inspiración en las que bebe. Sus obras combinan con sorprendente armonía la rústica piedra gris de la montaña con la hipnótica traslucidez del vidrio, denunciando así con la belleza de las formas la relación intrínseca que hay entre ambos materiales. Al mismo tiempo su oficio, de tallador y esculpidor, que exige cierta dosis de rudeza, se alimenta acaso de su otra pasión: el trato con el aire, sostenido por un parapente que le deja ver desde lo alto todo ese suelo duro al que habrá de volver, siempre dispuesto a revertir las formas, a combinar los elementos, a descubrir ante nuestros ojos la belleza de los contrastes.
1Minuto con Alberto Thormann / 1Minuto con Mariana Päraway / 1Minuto con Dan Alterman / 1Minuto con Guillermo Rigattieri / 1Minuto con Javier López / 1Minuto con Tania Driban Molinelli