En un universo digital saturado de notificaciones, donde cada clic parece dictar nuestro destino, ser genuino se erige como el último acto de rebeldía. La sobreexigencia se ha convertido en la norma y, paradójicamente, la última “tendencia” es precisamente no caer en las tendencias. Hoy, lo “cool” es lo espontáneo, lo auténtico, lo real. Pero, ¿acaso no es en sí misma una moda la de renunciar a las modas?
Nos cansamos de estar en pose, de exhibir una estética inalcanzable que pretende vender una perfección artificial. La gente que se identifica como “cool” desaparece en cuanto algo se vuelve popular, pues preservar su esencia significa, de alguna manera, rebelarse contra lo impuesto. En este escenario, donde todo parece programado, la sorpresa se diluye. Vivimos en un mundo en el que, si mirás tu celular, en cinco segundos ya conocés el desenlace de cada historia; el misterio se esfuma en la inmediatez.
Recientemente, un informe de Diageo me llamó la atención al evidenciar que el consumidor actual, saturado por un flujo interminable de estímulos, comienza a buscar en cambio experiencias que conecten de manera genuina. Los datos reflejaban que la sobreestimulación no solo agota nuestra capacidad crítica, sino que también nos impide saborear aquello que realmente nos aporta significado. Este cambio en el comportamiento del consumidor es la razón por la cual cada vez se valora más lo auténtico y duradero frente a la fugacidad de lo viral.
Un ejemplo palpable de esta anti tendencia es el resurgimiento de los viejos cafés. Cada vez más personas optan por reencontrarse con el ambiente de esos lugares clásicos, donde el aroma del café recién hecho, la madera desgastada y la conversación pausada se transforman en un bálsamo ante la uniformidad y la inmediatez de la era digital. Pero surge la pregunta: ¿se trata de una moda anti trendy que todos siguen o es, en realidad, un retorno consciente a lo clásico, a aquello que nunca pasa de moda? ¿Estamos realmente buscando autenticidad o simplemente abrazando una versión “vintage” del rechazo a las tendencias?
Me parece inquietante cómo, en la era digital, la autenticidad se ha transformado en un producto comercializable. El deseo de ser “real” se vende y, al renunciar a las tendencias, nos alineamos, irónicamente, con otra corriente de consumo: la del “anti-trend”. Es un reflejo del capitalismo avanzado, como bien señala el filósofo alemán Gernot Böhme, en el que una economía que ha satisfecho nuestras necesidades primarias se dedica a transformar esas necesidades en deseos estéticos. Plataformas como TikTok se convierten en vitrinas donde se “romantiza” la cotidianidad, pero a la vez se encierra cualquier intento de singularidad bajo algoritmos y normas sociales preestablecidas.
¿Estamos dejando de pensar? ¿Estamos disfrutando de lo que hacemos? Se nos inyecta contenido simple, rápido y emocional, en detrimento de una reflexión profunda. Esta “dieta” informativa adormece nuestra capacidad crítica y nos impide conectar con esos momentos cotidianos y simples que, irónicamente, alguna vez sorprendieron y dieron sentido a nuestra existencia. El desafío actual radica en buscar información de relevancia y calidad, en lugar de entregarnos a una exposición constante a estímulos que, más que nutrirnos, nos saturan.
El filósofo Byung-Chul Han, en En el enjambre, advierte sobre la sobrecomunicación y sus efectos: la saturación informativa atrofia nuestro pensamiento, dificultando la capacidad de distinguir lo esencial de lo superfluo. La consecuencia es una sociedad que se siente agotada, en la que el ruido digital reemplaza al silencio necesario para la reflexión y la creatividad. En mi opinión, esta hiperconectividad no solo nos roba la sorpresa, sino que también fragmenta nuestra atención y nos aleja de experiencias que puedan alimentar nuestro ser de manera integral.
Otro aspecto preocupante es que los medios ya no compiten tanto por contar historias, sino por captar nuestra atención y recolectar datos. La información se transforma en un mero instrumento de persuasión y control, mientras la calidad narrativa o el valor intrínseco de lo contado quedan relegados ante la búsqueda de clics. Esta lógica mercantilizada degrada el periodismo y erosiona el espacio para una cultura verdaderamente crítica y reflexiva.
Ante este panorama, la paradoja se hace patente: en un mundo donde todo parece programado y predecible, la “tendencia” de no seguir modas se convierte, irónicamente, en otra moda. La vuelta a los viejos cafés es un ejemplo tangible. Lejos de ser simplemente una reacción a lo efímero de las nuevas tendencias, es un retorno a un espacio donde la autenticidad, el ritual del café y la conversación cara a cara reafirman valores que nunca pasan de moda. Sin embargo, la pregunta sigue en el aire: ¿es esta una verdadera reivindicación de lo clásico o simplemente otra corriente de consumo que se disfraza de rebeldía?
Quizás la respuesta radique en reencontrar el placer por lo auténtico, en cultivar momentos de silencio y reflexión, y en resistir la tentación de consumir contenido solo por su inmediatez. Es en esa desconexión consciente donde, creo, reside la posibilidad de romper el ciclo: dejar de ser meros consumidores pasivos y comenzar a ser creadores activos de nuestro propio mundo.
En definitiva, la moda de “no seguir tendencias” refleja una sociedad en crisis de identidad. Una sociedad que, a pesar de tener la tecnología al alcance de la mano, parece haber perdido el arte de maravillarse. Y tal vez, justamente esa pérdida de sorpresa—potenciada por la saturación de estímulos que tantos informes hoy evidencian—sea la invitación final a repensar nuestro camino: a no dejarnos llevar por lo impuesto y a buscar, en medio del ruido digital, esa esencia única que cada uno lleva dentro.