Un extraño paraíso a 3.800 msnm, en el lago más alto del mundo. Desde Puno, en Perú, un viaje impensado a la isla de Taquile nos sumerge en una atmósfera de otro tiempo. Solamente navegar por el lago Titicaca es una experiencia fuera de serie. Más alto que el Cusco y uno de los lagos más extensos del mundo, el Titicaca parece más un mar que un lago de la cordillera andina.
En el puerto de Puno hay que embarcarse temprano en la lanchas colectivas que transportan turistas a Taquile. Hombres pequeños vestidos con camisas blancas, pantalones negros, fajas y gorros tejidos en llamativos colores anuncian que la lancha partirá en breve. Los hombres parecen hobbits que salieron del «Señor de los anillos», son amables y cándidos como niños. Irradian felicidad.
A 35 km -aproximadamente una hora de navegación- está la isla de Taquile, pero antes los taquileños que conducen la lancha colectiva hacen una breve parada en las islas flotantes de los Uros. Extrañísimo pero auténtico.
Los uros construyen sus islas pequeñas con juncos o totoras que crecen en el lago. Sus casas y todo lo que utilizan se hace de este material. El contraste del paisaje amarillo que lo rodea (todo es totora) con las estridentes vestimentas de colores que los caracteriza son un cuadro en sí mismo.
Con una escena demasiado armada para el turismo, los uros cantan (canciones desopilantes para su cultura como “Vamos a la playa oh, oh”), cuentan cómo fabrican sus islas, sus chozas y las preciosas embarcaciones también de totora. Luego invitan a navegar en uno de sus botes con mascarones en popa y en proa.
Los uros son un pueblo aborigen y se considera que hay unas veinte islas flotantes en el lago Titicaca donde habitan entre tres y diez familias en cada una.
Proseguimos viaje hacia Taquile y finalmente llegamos. Sus pobladores, entre 1.500 y 2.000 personas, son de origen quechua y han mantenido un sistema social comunitario donde todos se visten de igual forma, distinguiendo a los hombres casados de los solteros por los colores y pompones de sus gorros o chullos de lana. Las mujeres usan una blusa roja y muchas faldas multicolores, recubiertas con una amplia pollera negra. El talle es ceñido con un cinturón guinda. Se protegen del sol con un largo manto negro sobre sus cabezas. Los hombres usan un pantalón tejido de color negro, su camisa blanca es recubierta por un chaleco corto, cuya forma y colores determinan su función en el seno de la comunidad. Llevan además una larga faja bordada, cuyo tejido describe en forma simbólica, los episodios que han marcado la vida de la pareja.
La curiosa organización ancestral se deja ver apenas uno pisa la isla. Las mujeres, muchas de ellas ancianas, acarrean pesadas bolsas sobre sus espaldas cuesta arriba hasta llegar a la plaza principal donde se conservan construcciones incaicas y españolas. En la plaza o gran patio comunitario los hombres se pasean con su tejido bajo el brazo. Ellos tejen y ellas preparan los hilados. Las prendas tejidas se venden en un salón colectivo con el nombre del tejedor. «Taquile y su arte textil» fueron honrados al ser proclamados «obras maestras del Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad” por la UNESCO. Los hombres aprenden a tejer a los ocho años.
El único “restaurante” que hay, también en la plaza, tiene una vista impagable al lago Titicaca y el gran macizo Real de la cordillera boliviana. El plato del día: una trucha infernal con chauchas y papitas, té de coca y la atención de los hombres taquileños que se turnan para trabajar en este emprendimiento también comunitario.
En Taquile no hay autos, ni teléfonos, ni internet, mucho menos televisión. Solo hay unas pequeñas tiendas que venden los productos básicos. La mayoría de las familias utilizan velas o linternas con baterías o manivelas. Pequeños paneles solares se han instalado recientemente en algunos hogares.
Se dedican a la pesca, la agricultura y a la producción de textiles, y han desarrollado un emprendimiento de turismo rural controlado por la comunidad que te permite pasar unos días en las casas de los pobladores conviviendo con sus costumbres de otra era: sin luz, sin agua corriente, sin gas y con baños abiertos en medio del bosque.
La isla recibe unos 40.000 turistas y solamente algunos se quedan a pasar la noche. La desconexión con el mundo es absoluta, el ritmo ajetreado que traemos, de a poco desaparece. Se instala una paz rotunda y en poco tiempo el ritmo taquileño acomoda nuestros cuerpos. Si uno decidiera quedarse a vivir ahí, o pasarse un año sabático para descontaminarse del acelere moderno, debería pedir permiso a los taquileños que no son permeables a aceptar foráneos. Los distingue el profundo respeto por el código moral Inca «Ama sua, ama llulla, ama quella» (no robarás, no mentirás y no serás perezoso) y no están dispuestos a contaminarse con culturas extranjeras, por esta razón no se casan sino es entre ellos. La maldad no existe en Taquile.
La isla tiene unos 5 km. de largo y en su punto más alto alcanza los 4000 msnm. Un paseo por el Hatun Nan (Camino Grande) te lleva a conocer las construcciones pre-incas, ubicadas en puntos estratégicos y las casas más alejadas con sus granjas y terrazas agrícolas.
Por el Camino Grande que va de punta a punta, como si fueran las tierras de un feudo medieval, transitan a pie una y otra vez hombres, niños y mujeres de la aldea. Al final del camino, las playas de Huallano y Collata Suyo no tienen nada que envidiarle a cualquier playa a orillas del mar. Un baño entre las olas del Titicaca, a 3.800 mts. de altura, nos devuelven la frescura y la energía necesaria para regresar a pie a tomar nuestra lancha de regreso a Puno.