En el universo verde de Franco Schilardi Puga, no hay dos jardines iguales. Porque, para él, cada espacio verde es una extensión íntima de las personas que lo habitan, de todo lo que lo rodea y del momento vital en que se crea. “El jardín no es mío, es del cliente y de todos los seres vivos porque es un pulmón verde que atrae aves, mariposas… Yo solo interpreto lo que tiene que ir en ese espacio; no lo hago para que me digan ‘¡qué bonito!’, termino haciendo una obra personalizada”, afirma este Ingeniero Agrónomo y paisajista mendocino de 36 años que lleva la sensibilidad como herramienta principal de trabajo.
De las aves al bonsai: un camino con raíces profundas
Desde chico, Franco tuvo un vínculo estrecho con la naturaleza. Crió aves y se fascinó con la genética animal; luego estudió Ingeniería Agronómica, sin saber del todo por qué. “Mientras cursaba me di cuenta que lo mío no era la agricultura convencional, sino la agricultura biodinámica, la biodiversidad: me empezó a gustar que hubiera muchas plantas en un mismo espacio”, recuerda.
El arte también estuvo presente en su andar, le encantaba ir a museos, ver gente pintar y se confiesa un fanático del arte callejero, del arte espontáneo sin tantos lineamientos. “Con arte también me refiero al amor que me dieron mis padres, al sello que queda y no solamente a una expresión realizada por un artista. Siempre fui una persona con mucha alma”.


Su recorrido incluyó un vivero de bonsai, un vivero móvil y experiencias que, aunque no siempre exitosas, le enseñaron el valor de ‘prueba y error’. “Tuve un gran maestro del bonsai, Andrés Bicocca, quien me enseñó a transformar el drama en belleza tallando madera. Aprendí que la edad es sabiduría”.
Jardines que laten y se transforman
Franki, como le dicen los allegados, entiende al jardín como un organismo vivo, que respira, crece y cambia con el tiempo y con las estaciones. No cree en obras estáticas ni en el paisajismo seco. “Prefiero hablar de paisajismo contemporáneo, no podemos replicar un jardín inglés en Mendoza pero sí crear algo hermoso, sustentable y adaptado a nuestro entorno”, explica.
El diseño comienza siempre con una charla a fondo con los clientes. “Soy muy apasionado y tengo que tener feeling con la persona. Nos reunimos, veo el espacio, la arquitectura, las vistas deseadas, si hay niños, si les gusta leer… Armar el jardín es un proceso de sensibilidad y mi obra acompaña lo que ya haya creado allí”, cuenta.


En esa etapa define el concepto que sostendrá todo el diseño, “si no hay una idea que justifique la obra, con el tiempo se desvanece y aburre”, sentencia y suma: “Cada proyecto es una extensión de las personas, una extensión mía y del subsistema en el sistema. El jardín es el espacio álmico de la casa, es donde sucede todo”.
A la hora de dibujar, nunca olvida a sus maestros, personas que no necesariamente comparten profesión sino aquellas que lo formaron como humano, como sus amigos, su familia, los jardines de Carlos Thays y la artista del paisaje Cristina Le Mehaute, quien le enseñó a sacar el niño interior y jugar todo el tiempo.


Eso sí, sus dibujos son a mano, no utiliza ninguna herramienta tecnológica; “todo lo hago con lápiz y colores en papel, uso tizas pasteles… y cuando me piden renders, por ejemplo, lo tercerizo”.
Diseño integral: arte, botánica y comunidad
Cada uno de sus proyectos se resuelve de manera integral; él lo diseña tras conversaciones con el arquitecto que hizo la casa, por ejemplo, con los viveristas que cultivan las plantas, con los jardineros que plantarán todo y mantendrán la obra con vida.
Su mirada integral también lo lleva a capacitar jardineros, supervisar las obras y volver con el tiempo para hacer ajustes en su propio diseño: “Me gusta ver cómo crece lo que pensé, si se genera lo que previamente imaginé. Las obras están vivas y van mutando, como cambia también la familia y sus prácticas. Y si cambia el uso, se rediseña, empiezo a jugar con todo lo que tengo al alcance”.
Algo que le encanta, es convocar a otros artistas para trabajar, fusionar las artes siempre que el lugar lo necesite, como muralismo, herrería, esculturas…
Los espacios verdes que crea, se los imagina danzando con cada planta, cada escultura, con cada sombra y cada elemento que hay en el lugar. “En los jardines hay ritmo y también silencios necesarios. Hay que respetar, a través del espacio libre la idea que tienen las personas de ese lugar”, dice, como si hablara de una partitura vegetal escrita por él mismo con los recursos que le da la naturaleza.


“La danza en un jardín es que de golpe aparezca una flor, se caigan hojas, que se desordene y haya que podarlo, que aparezcan aromas… Danzar es la máxima expresión del alma”, completa Franki y a la vez, revela que su búsqueda va en “que nunca se apague la llama de la alegría” y de hecho, él es una persona muy alegre con mucho sentido del humor.
Un jardín botánico y una casa de suelo
Hoy Franco está en plena construcción de su casa en Las Compuertas, un hogar hecho de tierra y vegetación, una casa de suelo (“mal llamada de barro”) donde también desarrolla el primer jardín botánico privado de Mendoza, con herbáceas y arbustivas.
“Mi obra propiamente dicha la estoy haciendo ahora, mi casa que integra huerta, colmenas y un jardín botánico… Estoy generando un concepto con mi impronta, no es nada fácil diseñar para uno mismo. Siempre hice jardines en lugares prestados y ahora estoy armando mi propio banco de plantas madres”.


Será un espacio experimental, pedagógico y sensible, que resume su forma de entender el paisajismo: como una expresión artística y vital, como un puente entre el humano y la naturaleza.
“Cada jardín es una oportunidad para que las personas se encuentren con ellas mismas y con el entorno. Es una obra que no se termina nunca, como la vida”, concluye el joven, con la humildad de quien sabe que sembrar belleza es también sembrar vínculos.