En varias ocasiones y conversaciones me encuentro con una misma temática: el mostrarse. Esta aparece disfrazada de distintas situaciones que, consciente o inconscientemente, tienden a frenar la acción de integrarse o hacerse evidente en la sociedad, en los alrededores. Pero, aún más importante —me animaría a decir que incluso es la raíz de todo— en el ojo de uno mismo. Mirar hacia adentro resulta una situación difícil de enfrentar. Y si se reconoce y se decide exhibir al exterior, más aún.
Repetidamente, sin ser ajena a la conversación del miedo a mostrase, empecé a notar que muchas charlas distintas me llevaban al mismo lugar. Reflexionando más allá de los problemas o dudas que se hablaban, me di cuenta de que, en el fondo — o, al menos para mí— todo tenía una raíz común. Lo que más latente estaba era el miedo a mostrarse. Y para resolver un conflicto, hay que ir hasta donde nace.
En diferentes ambientes, rubros, en el arte y fuera del arte, me pongo como espectadora y termino conectando con que todos tenemos miedo. Miedo a una transmutación artística, a un plato de fideos, a un outfit que no se usa, a un peinado que no se hace, a un abrigo llamativo que se decide no poner. Está el que sueña con el fútbol, empezar una actividad, encarar un proyecto, pedir ayuda. El que quiere sacar una canción, construir un rascacielos o decir algo que tiene atragantado.
Entonces, sorprendida por lo que la mayoría padece en silencio, presto un poco más de atención y me veo teniendo miedo. Pero me calma acordarme de que no me estoy volviendo loca. Que todos tenemos miedo. Que lo extraño sería no tenerlo. Porque entonces, ¿cómo me voy a sentir viva? El miedo es parte de la vida y de la evolución del estar en este lugar. Me calmo, sí, pero me da mucha curiosidad entender más sobre esto. O al menos intentar ponerlo en palabras. Y lo único que no dejo de preguntarme o quizás lo que más quiero profundizar es: ¿por qué tenemos miedo?
El miedo a mostrarse es el ego aferrado a lo que cree que es. Es una construcción que se forma a lo largo de nuestras vidas y queda muy incrustada. Lo que nos dijeron que deberíamos ser, lo que creemos que está bien mostrar y, probablemente, lo que queremos que los demás aprueben. Podría decirse que es una máscara hecha de expectativas y fantasías, a veces sin darnos cuenta.
Entonces, cuando sentimos miedo a mostrarnos tal como somos, en el fondo es ese «yo fabricado» el que tiene miedo de romperse. Porque cree que, si alguien llega a ver lo que realmente hay, va a dejar de valer, va a fallar, se va a desmoronar.
Por lo tanto, el miedo no protege a nuestro verdadero ser, sino a esa idea frágil que construimos de nosotros mismos.
Eso se vuelve muy real cuando hiciste algo que viene de un lugar muy profundo: una obra, un texto, una idea, una canción, un trabajo nuevo, lo que sea. Lo que hiciste casi sin darte cuenta. Lo que sale de lugares que no sabés ni nombrar. Lo que te da miedo mostrar porque sería como mostrarte a vos. Y ahí aparece el problema. Porque no estás esperando una devolución sobre una obra. Estás esperando una devolución sobre tu alma.
Pero, al mismo tiempo, hay una parte de uno que quiere mostrarse. Que lo necesita. Porque guardarse algo para siempre es una forma lenta de morir. Lo sabés. Lo sentís. Pero no sabés cómo lidiar con la incomodidad de sacarlo a la luz.
Y acá es donde empiezo a pensar que el miedo no es un error. No es un «problema que tenés que resolver antes de mostrar». El miedo es parte del camino. El problema es creer que el miedo tiene razón. Que si tenés miedo, entonces no tenés que hacerlo. Que si tiembla, es porque no va. Y para mí es al revés: si tiembla, es porque ahí hay algo.
Pero entonces, ¿qué hacés? ¿Lo seguís escondiendo? ¿Te morís con eso adentro?
La verdad es que prefiero mostrar y temblar, que esconderme y oxidarme. Porque —y esto lo pienso mucho— cuando vos mostrás algo verdadero, también estás dándole permiso a otros. Estás diciendo: “yo también tengo cosas que me generan miedo, y sin embargo, las hago”. Y eso mueve. Eso conecta. Eso genera algo que va más allá de vos y de tu obra. Eso es lo que termina importando.
Entonces, aunque dé miedo, aunque tiembles, aunque no sepas si va a gustar o no, aunque no tengas todo claro… mostrate igual. No porque estés seguro. Sino porque, si esperás a estarlo, no lo vas a hacer nunca.
Porque si lo guardás, no se va. Te va a comer desde adentro. Se va a acumular, se va a pudrir, se va a transformar en una tristeza rara que no sabés de dónde viene. Y no es porque no seas suficiente, sino porque lo estás tapando.
Mostrarse no es solo un acto artístico. Es un acto existencial. Es una forma de decir: “esto soy, hoy, ahora, con todo lo que tengo y con todo lo que me falta”. Y tal vez, ahí, en ese lugar crudo, imperfecto y honesto, es donde empieza lo real. Lo que vibra. Lo que toca a otros. Lo que importa de verdad.
Mostrarse no es un acto final: es una decisión diaria. Y es una decisión profundamente amorosa. Porque cuando decidís mostrarte, aunque sea un poquito, estás eligiendo no dejar que el miedo tenga la última palabra. Estás diciendo: “Sí, me da miedo. Pero igual me muestro”. Y eso es un gesto enorme. No solo para vos, sino para los demás. Porque cuando alguien se atreve, habilita, ilumina. Crea espacio para que otros respiren.
Citando a Anyi : «El miedo es un gran motor, hay que atravesarlo, porque es estar vivo. El miedo es un indicador de crecimiento, de que ahí se va a generar un paso nuevo y lo nuevo es desconocido, entonces todo lo desconocido nos da miedo. Pero de eso se trata la vida».
El miedo no se va del todo. Y quizás está bien que no se vaya. Porque nos recuerda que lo que estamos haciendo importa. Que estamos tocando algo vivo.
Lo que sí se puede ir es el poder que le damos.
Si sentís que hay algo adentro tuyo que pide salir, que no sabés cómo ni cuándo ni si será suficiente… Soltalo igual. Mostralo igual. Aunque tiemble la voz. Aunque no sepas si va a gustar. Aunque no sepas quién lo va a ver.
Porque eso que hacés, que sos, no está ahí para quedarse encerrado. Está ahí para vivir.