En los últimos años, la palabra laminados comenzó a aparecer en panaderías, cafeterías y redes sociales gastronómicas. El término puede sonar sofisticado, como algo reservado a croissants parisinos o a piezas de alta pastelería. Sin embargo, se trata de una técnica que conocemos desde hace mucho tiempo, aunque la llamemos de otro modo.
Un laminado no es más que una masa transformada en finísimas capas de masa y manteca que, al hornearse, se vuelven livianas, crujientes y aireadas. Es el secreto detrás de los croissants, de los pains au chocolat y también de las medialunas de manteca de toda la vida. La tradición moderna del laminado está ligada a la pastelería vienesa, la célebre Viennoiserie, que a mediados del siglo XIX estableció la diferencia entre masas simples y masas laminadas. Pero el principio es mucho más antiguo…

La magia ocurre durante la cocción: la manteca entre las capas se derrite, el agua se convierte en vapor y ese vapor empuja a la masa hacia arriba, separando cada pliegue. Así se logran las capas crujientes por fuera y suaves por dentro. Para un hojaldre clásico, se realizan hasta seis pliegues, lo que equivale a cientos de capas teóricas. Por eso el laminado no es solo una receta, es una técnica de precisión donde la temperatura lo es todo.
Spoiler: la medialuna sí es un laminado
Felipe González, panadero, pastelero y asesor comercial radicado en Mendoza con más de 15 años de experiencia, y hoy al frente de Folia, panadería artesanal orgánica en Mendoza, explica con claridad lo que hay detrás del término: “Laminados es una familia de productos que se deberían llamar hojaldrados. Es como si al pan lo llamáramos ‘horneados’. Laminado hace referencia a la técnica de laminar manteca y harina y generar láminas”.

En Argentina solemos hablar de facturas, y es ahí donde aparece la confusión. Felipe lo aclara: “Los clásicos de acá, como la medialuna de manteca y de grasa, son laminados. La medialuna es el símbolo de los laminados para los argentinos, pero hoy decís laminados y no pensás en medialunas, porque quedaron como la facturita del fin de semana. Mientras que el laminado se percibe como algo que hacen solo los genios y que es carísimo”.
La importancia de educar el consumo
¿Te has preguntado alguna vez por qué una medialuna puede costar desde $1.200 hasta $6.000 según dónde la compres? La respuesta no siempre está en los ingredientes, sino también en la técnica, el tiempo y, sobre todo, en la cultura de consumo que hemos construido alrededor de estos productos.

La técnica detrás de los laminados es, en realidad, un juego de equilibrios. La manteca debe estar sólida pero flexible, la masa fuerte pero maleable, y la temperatura justa para que ambas trabajen juntas sin fundirse ni quebrarse. “Hay que lograr que la manteca tenga una plasticidad tal que te permita estirarla y que la masa esté lo suficientemente fuerte como para bancarse entre medio que la manteca se estire”, dice Felipe.
Esa dificultad técnica, sumada al tiempo y a la calidad de los ingredientes, explica por qué los laminados suelen tener precios altos. Pero también hay un factor cultural: “Es nuestra idiosincrasia pagar una pieza a 6.500 pesos y creer que está bien. Culturalmente no tenemos educación como consumidores: el mismo producto puede costar 1.200 o 4.000 según el barrio, sin que necesariamente cambie la calidad. Todavía no entendemos el término, lo que implica y lo que quiere decir, mucho menos el valor real”.
En resumen, los laminados no son un capricho gourmet, sino una técnica centenaria que vive en las medialunas que comemos a diario y en los croissants que asociamos con lo europeo. Detrás de cada pliegue hay un juego de precisión y paciencia que transforma harina, manteca y tiempo en un bocado ligero y crujiente.
En palabras de Felipe, “es importante seguir educando en gastronomía”. Y este ciclo de términos comienza justamente con eso: entendiendo que, más allá del nombre, los laminados son parte de nuestra cultura cotidiana.







